
Jack Kerouac, En el camino

Dennis Hooper y Peter Fonda, en el guión y la escena. Dos goodfellas de Hollywood con ideas libertarias (arropados por un magro presupuesto para producir Easy Rider) arrojarían, paradójicamente, ganancias millonarias y un aura de leyenda cinematográfica y generacional. La mota como símbolo, las otras drogas como artilugio. Goodfellas en el camino, buscando eso, la vía (carretera) sin destino. La trama del filme surgió de una nota de prensa, dos motoristas greñudos asesinados. Al estilo de Jack Kerouac, aquellos filmaron una bucólica vivencia en el tránsito de un punto hacia otro. El escritor creador de lo beat, con la banda sonora del jazz en su viaje sincopado, “siempre hay algo más”, decía en su autodenominada prosa bop, escribiendo a la velocidad de Miles Davis, Charlie Parker y Dizzy Gillespie; mientras, Hooper y Fonda, con la escenografía del rock emblemático, improvisando con base en la banda sonora de Nacido para ser salvaje de Steppenwolf, y un poco de Hendrix y otro de Dylan; road movie, inaugurarían como género seminal de cine.

De Los Angeles a su destino, al Mardi Grass de New Orleáns. Los motoristas tras un conecte de la droga de reyes (cocaína) en Nuevo México, compran dos exóticas motocicletas y emprenden su viaje imposible al Nirvana, a la nada. Como amantes de la marihuana, intentan una disección de la nación americana al estilo que el narrador beat lo había hecho años atrás sobre la Ruta 61. Exaltación de la improvisación jazzística llevada a las letras; exaltación de la imagen iconográfica del vagabundeo al compás del rock, desde el cine. Excelsa narración en ambos discursos.
La mota como símbolo de liberación, toque tras toque, y algunas pastas, en el camino como hombres de ninguna parte. No importa el destino sino el transcurrir, parecen decir los personajes de Easy Rider en un diálogo de desaprobación vana, pero directa; de una aparente libertad concedida en aquella nación. Chatarras cual hombres, hombres en goce de su bastardía, sostenidos por música ad hoc que rezumba al trueno de las máquinas, antaño por el golpeteo de los casquillos de los caballos de forajidos asaltando carretas; pero Fonda y Hooper andan desarmados, enfrentando a sus fantasmas soportados por una idílica, puritana e idiota fantasía generacional llamada: adultos. Y curiosamente, para dar credibilidad a la historia, adoptan la espantosa moraleja de Capote, al discernir la estulticia de una nación que ha adoptado el asesinato como cultura: cualquier ciudadano puede morir, sí, A sangre fría.
A 40 años, la vieja película se mira divertida, ridícula, romántica e inverosímil. Sólo eso, pero anteponiendo que “teníamos un país maravilloso”, según dice Nicholson –emblema de la justicia, un abogado, pues, en el diálogo más lúcido de la película y, fumando un churro.
Finalmente todo entra en la lógica del mercado y, a 40 años de esta bella epopeya generacional, el mensaje sigue siendo el mismo: legalización como la única salida a un mercado que violenta las seguridades nacionales. La ruta del dinero se huele y traza sus rutas por las bolsas de valores, los bancos y las corruptas policías. Los operadores de Estado apenas pueden ocultar la narcoeconomía.
Saltar de alegría no es un delito, dicen una y otra vez, Fonda y Hooper, bien pachecos.