26 de marzo de 2009

Easy Rider (1969-2009) 40 AÑOS RODANDO Y PACHECOS

Siempre hay algo más, un poco más, la cosa nunca se termina. [Los músicos] intentaron encontrar frases nuevas…; hacían grandes esfuerzos. Se retorcieron y angustiaron y soplaron. De vez en cuando, un grito armónico, limpio, proporcionaba nuevas sugerencias a un tema que quería ser el único tema del mundo y que haría que las almas de los hombres saltaran de alegría. Lo encontraban, lo perdían, hacían esfuerzos buscándolo, volvían a encontrarlo, se reían, gemían… y Dean sudando en la mesa y diciéndoles que siguieran, que siguieran.

Jack Kerouac, En el camino


Dennis Hooper y Peter Fonda, en el guión y la escena. Dos goodfellas de Hollywood con ideas libertarias (arropados por un magro presupuesto para producir Easy Rider) arrojarían, paradójicamente, ganancias millonarias y un aura de leyenda cinematográfica y generacional. La mota como símbolo, las otras drogas como artilugio. Goodfellas en el camino, buscando eso, la vía (carretera) sin destino. La trama del filme surgió de una nota de prensa, dos motoristas greñudos asesinados. Al estilo de Jack Kerouac, aquellos filmaron una bucólica vivencia en el tránsito de un punto hacia otro. El escritor creador de lo beat, con la banda sonora del jazz en su viaje sincopado, “siempre hay algo más”, decía en su autodenominada prosa bop, escribiendo a la velocidad de Miles Davis, Charlie Parker y Dizzy Gillespie; mientras, Hooper y Fonda, con la escenografía del rock emblemático, improvisando con base en la banda sonora de Nacido para ser salvaje de Steppenwolf, y un poco de Hendrix y otro de Dylan; road movie, inaugurarían como género seminal de cine.
La bella imagen de la huída jovial y catártica, al límite del abismo: la vieja canción del último héroe (cual lobo solitario al acecho del cazador) corriendo sobre ruedas. Los vaqueros setenteros de la mano del genial Laszlo Kovacs (1933-2007) en la fotografía y como dirigidos (inevitable influencia) por un John Ford, imponiendo instrucciones a los nacientes John Waynes. Después vendrían los Padrino, los Caracortada o los Taxi Driver, entre otros clásicos, que daban cuenta de la verdadera cara de esa especie de bellas artes del tráfico, el asesinato y la mafia, pilar de la cultura norteamericana; sin dejar de lado el cine narco y la narcomúsica de México y, recientemente, esas enormes perlas de la televisión colombiana: Sin tetas no hay paraíso, El ventilador y el Cártel de los Sapos.
De Los Angeles a su destino, al Mardi Grass de New Orleáns. Los motoristas tras un conecte de la droga de reyes (cocaína) en Nuevo México, compran dos exóticas motocicletas y emprenden su viaje imposible al Nirvana, a la nada. Como amantes de la marihuana, intentan una disección de la nación americana al estilo que el narrador beat lo había hecho años atrás sobre la Ruta 61. Exaltación de la improvisación jazzística llevada a las letras; exaltación de la imagen iconográfica del vagabundeo al compás del rock, desde el cine. Excelsa narración en ambos discursos.
La mota como símbolo de liberación, toque tras toque, y algunas pastas, en el camino como hombres de ninguna parte. No importa el destino sino el transcurrir, parecen decir los personajes de Easy Rider en un diálogo de desaprobación vana, pero directa; de una aparente libertad concedida en aquella nación. Chatarras cual hombres, hombres en goce de su bastardía, sostenidos por música ad hoc que rezumba al trueno de las máquinas, antaño por el golpeteo de los casquillos de los caballos de forajidos asaltando carretas; pero Fonda y Hooper andan desarmados, enfrentando a sus fantasmas soportados por una idílica, puritana e idiota fantasía generacional llamada: adultos. Y curiosamente, para dar credibilidad a la historia, adoptan la espantosa moraleja de Capote, al discernir la estulticia de una nación que ha adoptado el asesinato como cultura: cualquier ciudadano puede morir, sí, A sangre fría.
A 40 años, la vieja película se mira divertida, ridícula, romántica e inverosímil. Sólo eso, pero anteponiendo que “teníamos un país maravilloso”, según dice Nicholson –emblema de la justicia, un abogado, pues, en el diálogo más lúcido de la película y, fumando un churro.
Finalmente todo entra en la lógica del mercado y, a 40 años de esta bella epopeya generacional, el mensaje sigue siendo el mismo: legalización como la única salida a un mercado que violenta las seguridades nacionales. La ruta del dinero se huele y traza sus rutas por las bolsas de valores, los bancos y las corruptas policías. Los operadores de Estado apenas pueden ocultar la narcoeconomía.
Saltar de alegría no es un delito, dicen una y otra vez, Fonda y Hooper, bien pachecos.