El quechua es utilizado como un bálsamo, método de sanación
Sergio Raúl López
Miércoles, 20 de enero de 2010
Claudia Llosa y la enfermedad de la teta asustada.
Poco se sabe de las incontables madres que fueron ultrajadas, violadas por rutina castrense, durante la guerra interna del Perú en los años ochenta. Ni siquiera en las comunidades andinas, donde más frecuen- temente ocurrieron esos violentos episodios, y tampoco de sus secuelas: amamantaron a sus hijos con "leche de la rabia", "leche de preocupación".
Tras recopilar testimonios en varias comunidades campesinas de la región del Ayacucho, Kimberly Susan Thei- don -una antropóloga asociada a la Universidad de Harvard- no halló una mejor manera para nombrar el miedo de esas mujeres a que su pro- pio cuerpo se convirtiera en un peligro para sus hijos o que la leche materna les transmitiera ese miedo, coraje e impotencia y lo tradujo del quechua como la "teta asustada" en el libro Entre prójimos: el conflicto armado interno y la política de la reconciliación en Perú (Instituto de Estudios Peruanos, 2004).
-No se mencionaba mucho más, solamente se expresaban muy por encima, pero yo me quedé prendada -rememora la cineasta peruana Claudia Llosa (Lima, 1976)-. A partir de ese tema podía intentar reflexionar sobre la guerra no desde el pasado sino desde lo que cargamos ahora y cómo se sigue transmitiendo como una enfermedad en sí misma.
El resultado de esa fascinación fue el personaje de Fausta (Magaly Solier, nacida en Huanca, Ayacucho, en 1986), una joven quechua abrumada por el miedo a la vida, cuya madre fue asaltada por soldados cuando ella estaba en su vientre, que sólo puede relatar ese trauma mediante las canciones que improvisa en la soledad. Y la recreación, incluso reinvención, de las costumbres, creencias y rituales de los quechuas que habitan los alrededores de Lima para reflexionar, sí, en torno a la guerra, pero también para mostrar la realidad colorida, musical y festiva.
Y para realizar la cinta andina que más éxito ha cosechado en tiempos recientes: La teta asustada (Perú-España, 2009), un largometraje que ganó el Oso de Oro, así como el de la federación de críticos, Fipresci, en el Festival de Berlín; además del reconocimiento a Mejor Película Iberoamericana y Mejor Actriz del Festival de Guadalajara; así como el premio Gran Coral del Festival de La Habana, y la mejor cinta peruana y el Conacine en el de Lima. Desde el viernes pasado la cinta se exhibe en la cartelera mexicana con distribución de Canana.
-La época del terrorismo, del conflicto violento en mi país ha marcado la historia reciente de todo peruano, y mi infancia y adolescencia en todo sentido -explica la realizadora-. Pero no me interesaba intentar buscar culpables o retroceder, quería mirar para adelante: qué hacemos ahora con lo que cargamos, con lo que hemos vivido. Y revela la manera en cómo un pueblo como el andino, el peruano utiliza sus mitos, sus creencias, sus danzas, sus canciones para hablar de lo que no en- tiende, de lo que le duele, de lo que no pueden verbalizar directamente.
-¿En qué momento decidió hacer bilingüe la película y mostrar no sólo las tradiciones indígenas sino su antiquísima resistencia cultural y confrontarla con la realidad occidentalizada de las clases altas en Perú?
-Nunca puse en duda la importancia del quechua, primero porque fueron los andinos los que más sufrieron las consecuencias de la guerra. Por años Lima dio la espalda a lo que ocurría en sus montañas y no quisimos ver lo que pasaba hasta que llegaron estas grandes hordas de inmigración que nos lo pusieron cara a cara. Mucha gente ocultaba el quechua como su idioma materno, su primera lengua, porque los relacionaba con la guerra y se convirtió en algo que daba vergüenza. Para mí se convierte en un arma de batalla. Al principio de la película el quechua es utilizado como bálsamo, como método de sanación; pero muy callado, muy murmurado, Fausta se lo dice y se lo canta a sí misma, sin atreverse a decirlo en voz alta. Sin embargo va a ocurrir el cambio, va a escucharse en voz alta y a recibir un aplauso. Ahí entra algo clave: la recuperación de la autoestima. Necesitamos sentirnos bonitos, orgullosos de lo que somos y de nuestra identidad, y ésa es una de las grandes luchas que debemos hacer como país, como sociedad, y es eso de lo que habla la película.
-¿Qué tantas libertades se permitió para reinventar lo indígena, para adecuar sus tradiciones y rituales a su película, a su creación?
-Yo me doy siempre toda la libertad que me provoquen. Hay cosas que me fascinan tal cual como son y hay cosas que me convienen de manera distinta para poder contar lo que quiero. Creo que esa mezcla entre lo real y lo ficticio, esa historia que parece un cuento de hadas y al mismo tiempo algo terriblemente real, ese equilibrio, me gusta mucho. Me gusta tener al espectador cuestionando todo, porque de alguna manera lo pone alerta, como si en el auto fuera en primera y no en velocidad neutra, tenerlo en continuo movimiento, que salga del cine y que lo que ha visto permanezca en él y lo invite incluso a averiguar, a preguntarse, a crear debate. Creo que ésa es una de las cosas que más me divierte hacer en el cine.
-¿Puede su cinta ser únicamente una metáfora actual del pasado, cuando la política peruana y sus personajes, como Fujimori o Alan García, le dan actualidad a estos temas?
-Bueno, yo creo que los pone en agenda. Vuelve a poner en evidencia cosas que ya se manejan en un hemisferio subconsciente, ya se aceptan, ya son códigos que tenemos digeridos mientras nadie los diga, mientras que nadie los mencione, mientras nadie los ponga en vitrina, todo cuela. Y, claro, cuan- do te muestran en un espejo tan grande como es la pantalla de cine una realidad que te inmoviliza, que no te gusta, que por más que sea tratada desde la ficción, desde la mirada subjetiva de una película, eso siempre te atrapa, te inmoviliza. Es demasiado pretencioso decir que uno puede cambiar algo: simplemente busca ponerlo de nuevo en evidencia y crear debate al respecto, crear un espacio de reflexión.
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