EL Coliseo se afecta por construcción de Metro
Roma, la encrucijada de un orgiástico
aroma
Por Héctor León
En Roma
Caminar sin plan
definido en la encrucijada de la ciudad imperial de Roma es una apuesta. El
metro no entra al primer cuadro, así que en un vértice está el Coliseo, en otro
el Vaticano, bordea el Río Tíber y hay que llegar a la Fontana de Trevi, más allá
a la Plaza España
y la embajada más grande de ese país
ante el Vaticano. El esplendor de la Vía Tritón atraviesa
buena parte de esta ciudad que es una maraña de calles, donde es fácil
perderse, ninguna calle lleva a ningún lado: es una telaraña, una encrucijada.
Las llaves de
una ciudad las tienen los meseros, y son ellos quienes te las ofrecen por unos
euros, o las ocultan en su llavero. La amabilidad se oculta en el tráfico
caótico del deambular de cientos de turistas extraviados con mapa en mano; la
extravagancia de restaurantes y trattorias, cafés, tiendas de souvenirs, mil
hoteles, grupos de monjas apresuradas,
gelaterías (en medio del infernal sol) o un partenón imponente en una plaza llena
de terrazas con mesas. Iglesias con hermosos frescos y misas a toda hora, y sus
decenas de fuentes y bebederos con agua fresca: la gloria de los acueductos
romanos.
Así que lo
primero que hay que degustar es su agua mineralizada a borbotones en fuentes
hermosas (los nassoni), con el sabroso tráfico de mil almas, vespas,
automóviles, en medio de mil palacios, y su cielo azulísimo. ¿Dónde está el
indómito Coliseo? Te preguntas, después de caminar de tu lejano hotel. Bajas
cien escalones, das vuelta a tres esquinas e inaugura tu vista, allá a lo
lejos, el templo de la alegría, el circo
romano, la bestialidad de un millón de rocas empotradas en redondel.
Y a caminar
sobre las ruinas de la gloriosa arquitectura
romana, detenerte en una trattoria por un pedazo de pizza y comprar un vino de mil, a cinco
euros, digamos, porque el agua no quita la sed ante tanta historia frente a tus
ojos.
Cuando la
tarjeta de crédito empieza a flaquear, sólo te queda leer los menús de a 20 euros,
a tres tiempos, de deliciosos sitios; amables camareros que te quieren
secuestrar por una copa de vino, por sentarte. Y sí, te sientas, pero frente a la Fontana de Trevi, donde todavía no hay cover, y
a codazos y empellones, quieres lograr la foto de ti mismo, a solas: algo casi imposible.
Los olores de
Roma son agrios; atascan y saturan el olfato: la estación de trenes hiede, el
metro es un resumidero de sudores, las calles y avenidas levantan humores
añejos, las iglesias huelen a cebolla y ajo remasterizado: el hermoso río
Tíber, es un miasma indecible: Una beldad a la que hay aprenderle su aroma.
Deleitarse con
rinconadas con restaurantes muy elegantes, deliciosas terrazas, que ofrecen sus
pastas con verduras, postres caseros, lasañas, carnes a la parrilla, pizza, verduras asadas; donde lo íntimo y lo
romántico es la firma de la Roma Gourmet.
Cientos de pastelerías y bizcocharías, el verdadero pecado romano. Así como la pizza al taglio, versión italiana de comida
rápida, trozos de pizza en decenas de presentaciones
en los mostradores.
Pero si te
dieran a escoger, seguro te decidirías por Roma. Tiene una energía divina, un
esplendor lujurioso, un swing jazzístico, una belleza prostibularia: Roma sabe
a Roma; aroma decadente que te atrapa y quieres penetrarla hasta descubrir sus íntimos secretos. Roma es amor, y
perderte en los aromas de Roma, es enigmático, sublime. ¡Chao, Italia!
No hay comentarios:
Publicar un comentario