4 de marzo de 2013

EL Coliseo se afecta por construcción de Metro


EL Coliseo se afecta por construcción de Metro

Roma, la encrucijada de un orgiástico aroma

Por Héctor León

En Roma




Caminar sin plan definido en la encrucijada de la ciudad imperial de Roma es una apuesta. El metro no entra al primer cuadro, así que en un vértice está el Coliseo, en otro el Vaticano, bordea el Río Tíber y hay que llegar a la Fontana de Trevi, más allá a la Plaza España y la embajada más grande de ese país  ante el Vaticano. El esplendor de la Vía Tritón atraviesa buena parte de esta ciudad que es una maraña de calles, donde es fácil perderse, ninguna calle lleva a ningún lado: es una telaraña, una encrucijada.

Las llaves de una ciudad las tienen los meseros, y son ellos quienes te las ofrecen por unos euros, o las ocultan en su llavero. La amabilidad se oculta en el tráfico caótico del deambular de cientos de turistas extraviados con mapa en mano; la extravagancia de restaurantes y trattorias, cafés, tiendas de souvenirs, mil hoteles,  grupos de monjas apresuradas, gelaterías (en medio del infernal sol) o un partenón imponente en una plaza llena de terrazas con mesas. Iglesias con hermosos frescos y misas a toda hora, y sus decenas de fuentes y bebederos con agua fresca: la gloria de los acueductos romanos.
 
Así que lo primero que hay que degustar es su agua mineralizada a borbotones en fuentes hermosas (los nassoni), con el sabroso tráfico de mil almas, vespas, automóviles, en medio de mil palacios, y su cielo azulísimo. ¿Dónde está el indómito Coliseo? Te preguntas, después de caminar de tu lejano hotel. Bajas cien escalones, das vuelta a tres esquinas e inaugura tu vista, allá a lo lejos,  el templo de la alegría, el circo romano, la bestialidad de un millón de rocas empotradas en redondel.

Y a caminar sobre las ruinas de la gloriosa arquitectura  romana, detenerte en una trattoria por un pedazo  de pizza y comprar un vino de mil, a cinco euros, digamos, porque el agua no quita la sed ante tanta historia frente a tus ojos.
 
Cuando la tarjeta de crédito empieza a flaquear, sólo te queda leer los menús de a 20 euros, a tres tiempos, de deliciosos sitios; amables camareros que te quieren secuestrar por una copa de vino, por sentarte.  Y sí,  te sientas, pero frente a la Fontana de Trevi, donde todavía no hay cover, y a codazos y empellones, quieres lograr la foto de ti mismo, a solas: algo casi imposible.
 
Los olores de Roma son agrios; atascan y saturan el olfato: la estación de trenes hiede, el metro es un resumidero de sudores, las calles y avenidas levantan humores añejos, las iglesias huelen a cebolla y ajo remasterizado: el hermoso río Tíber, es un miasma indecible: Una beldad a la que hay aprenderle su aroma.
 

Deleitarse con rinconadas con restaurantes muy elegantes, deliciosas terrazas, que ofrecen sus pastas con verduras, postres caseros, lasañas, carnes a la parrilla, pizza,  verduras asadas; donde lo íntimo y lo romántico es la firma de la Roma Gourmet. Cientos de pastelerías y bizcocharías, el verdadero pecado romano. Así como la pizza al taglio, versión italiana de comida rápida, trozos  de pizza en decenas de presentaciones en los mostradores.

Pero si te dieran a escoger, seguro te decidirías por Roma. Tiene una energía divina, un esplendor lujurioso, un swing jazzístico, una belleza prostibularia: Roma sabe a Roma; aroma decadente que te atrapa y quieres penetrarla hasta descubrir  sus íntimos secretos. Roma es amor, y perderte en los aromas de Roma, es enigmático, sublime. ¡Chao, Italia!






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